Ser un pastor es el privilegio más grande que un ser humano puede tener, pues ser un pastor significa ser un ministro de Dios. No obstante, aunque todos los hijos de Dios pueden ser considerados como ministros pues nacen en el “reino de los cielos como misioneros” y han sido llamados al ministerio de anunciar “las virtudes de aquel que [los] llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2:9), solo son un grupo especial aquellos a quienes el Nuevo Testamento identifica bajo tres palabras: πρεσβύτερος, ἐπίσκοπος, ποιμήν.
Usualmente traducido como “anciano”, el término griego πρεσβύτερος (presbuteros) es usado 67 veces en el Nuevo Testamento, mientras que el vocablo griego ἐπίσκοπος (episkopos), constantemente traducido como “obispo” es usado solo cinco veces (cf. Hech 20:28; Fil 1:1; 1 Tim 3:2; Tito 3:2; 1 Ped 2:25). Por su parte la palabra griega ποιμήν (poimēn) comúnmente traducida como “pastor” es usado 18 veces en el Nuevo Testamento. Un ejemplo del uso de cada una de estas palabras en el texto bíblico puede leerse a continuación.
“Los ancianos (πρεσβύτερος) que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar.” (1 Tim 5:17)
“Pero es necesario que el obispo (ἐπίσκοπος) sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar” (1 Tim 3:2).
“Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores (ποιμήν) y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efe 4:11–12)
Ser pastor ya se dijo es un gran privilegio, pero todo gran privilegio tiene también una gran responsabilidad. Es imposible en un documento tan pequeño desglosar todas las responsabilidades de este grupo especial — identificados en el Nuevo Testamento con las tres palabras griegas ya señaladas. Entre las varias responsabilidades de un pastor (πρεσβύτερος, ἐπίσκοπος y ποιμήν) pueden ser mencionadas — entre otras cosas — el predicar, enseñar, hospedar y ayudar en el perfeccionamiento de los santos para la obra del ministerio. Sin embargo, no menos importante que sus deberes o funciones son sus características, las que serán enfatizadas en este corto documento, ya que ellas son la esencia de un pastor y el fundamento sobre el cual este siervo de Dios puede cumplir su deber a cabalidad.
Las siguientes características extraídas de 1 Timoteo 3:1-7 y Tito 1:5-10 exponen algo de lo sagrado de este ministerio. Términos como “intachable” o “irreprensible” ponen el blanco alto y aparentemente imposible, sin embargo la falta de idoneidad humana, no debe llevar a rebajar o minimizar — mediante sutiles artificios académicos y metodológicos — las características dejadas por Dios en la Biblia, para el pastor o ministro del evangelio. El pastor debe ser “esposo (masculino) de una sola mujer”, debe ser “prudente”, “sobrio”, “hospitalario”, “paciente”, “sensato”, “generoso”, “pacifista”, “sobrio”, “obediente”, “dócil”, “benévolo”, “considerado”, “experto en Biblia”, y “experto en predicación”. Si bien en el texto bíblico muchas de estas características están expresadas en negativo — es decir en lugar de decir se sobrio la Biblia dice “no dado al vino” — es lo positivo que debe ser desarrollado para que lo negativo desaparezca con el tiempo.
Por otro lado, además de las características ya mencionadas, no se debe olvidar que la Biblia también pide que el pastor tenga un “comportamiento ejemplar”, que “goce de buena reputación en su círculo social”, “que tenga hijos disciplinados y diligentes” y “que sea un amante de buenas compañías”. Y aunque todo esto parezca difícil de hacer, el pastor no debe olvidar que especialmente en este caso se debe recordar la promesa bíblica que dice “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil 4:13), pues al igual que Pablo su gozo y satisfacción residen en la gracia recibida de su Señor (cf. Fil 4:10) y no en las buenas características que sean parte de su vida.
Finalmente existen dos características más que deben ser mencionadas, el pastor debe ser “justo” y “santo”. Esto no es imposible, pues “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5:21). Ser santo no es imposible, “porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos” (Heb 2:11). Ser pastor es un privilegio, es también una gran responsabilidad y aunque esta responsabilidad es asumida con temor y temblor, también debe ser asumida con la sincera convicción de que “todo es posible por la gracia de Dios”.